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Andrés, de casi noventa años, hoy hizo una siesta un poco más corta. Vive a unas cuadras de la calle principal de la villa y, según dijo, «… tengo que ir al centro a dar unas vueltas y volver temprano…»
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Antonio ya está jubilado. Siempre vivió en la Villa. En esta húmeda mañana de abril me cuenta historias de otros tiempos, de caudillos y divisas, de una patria que amanecía.
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Villa Soriano es un lugar donde el tiempo transcurre muy lento. El bar de Óscar es el refugio obligado de los parroquianos que esperan en soledad una charla amistosa. El Pichón, en esa espera temprana, recuerda su vida de alambrador y de hombre de campo. Pronto será mediodía.
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Llegó el otoño y la juntada de hojas es tarea cotidiana de las mañanas. Mientras, el pan y los bizcochos calentitos nos esperan a unos metros.
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Dora (90) descansa frente a su jardín.
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En Villa Soriano no abundan las herrerías, así que Don Carlos decidió —como tantas veces— reparar sus herramientas él mismo.
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Tarea diaria: recorrer en bicicleta unas treinta cuadras repartiendo pan y bizcochos a domicilio
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«En el cementerio tengo muchas cosas para hacer, pero siempre trato que las placas estén limpias, en especial la de mi cuadro favorito».
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Don Andres almorzó temprano y se recostó un ratito. Ahora se apronta para salir a hacer mandados.
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Una tarde calurosa y una calle tranquila son buenos aliados para investigar qué sucede en el mundo.
